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[ NOTA: CATUPECU MACHU ]

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algunos_cuentos_decapitados

Una estrofa de la canción que abre "Cuentos Decapitados", el flamante disco de Catupecu Machu, dice: "Consciente de mi inconsciencia me creo sin fin y subo mas alto que ayer. Llego al extremo, lo paso, y empiezo a sentir que con los ojos cerrados se ve".

Dejando de lado la particular sintaxis con que se ordenan las palabras, la frase funciona como máxima para describir el pasado y presente del grupo.

Porque Fernando Ruiz Días es consciente de la inconsciencia que lo ha llevado a ser cantante, con esa voz que apela a la exageración y a gritos antiestéticos.

Porque la banda llegó a un extremo con su primer disco, Dale! (no se esperaba un debut tan digno y contundente), y lo superó con este nuevo álbum en estudio, lleno de matices, furia, identidad y un sonido de Primer Mundo.

Catupecu Machu cierra los ojos y lo que ve es un futuro encantador. Uno de los más interesantes del rock local.

A Fernando se le dibuja una sonrisa enorme y se muere por hablar, pero sabe que la música que suena, la de su grupo, es mucho más importante que cualquier cosa que pueda llegar a decir. Sin embargo, el tipo es un ansioso y se le escapan un par de palabras.

Un mes antes de que el nuevo disco de Catupecu Machu estuviera en la calle, el cantante y guitarrista me invitó a su casa para poder darle una oída previa. En su habitación se desparrama el resto de la banda; el baterista Miguel Sosa (que a partir de este disco se rebautizó como Abril) y el bajista Gabriel (hermano de Fernando) simulan que me acompañan activamente en la escucha, pero lo hacen a medias. Cuentos decapitados los tiene absortos y ambos quedan en éxtasis cada vez que suena, aun después de haberlo oído más de treinta veces.

Este es el tercer álbum de la banda y el segundo en estudios (en el medio estuvo A morir, grabado en vivo en Cemento). Antes de cada canción, Fernando aprieta el botón de pausa y con (mucho) énfasis hace una breve introducción a cada tema. No se da cuenta de que en realidad no hace más que repetirme, con las mismas palabras, lo que dice la letra. Convida una copa de un cabernet-syrah de bajo costo pero muy buen sabor; se trata del nuevo descubrimiento de Fernando, y lo comparte con orgullo. Abre una botella, al rato otra, y de golpe aparece una picada salvadora que ayuda a que el vino no zapatee en nuestros estómagos. Pasan los once temas del disco: divertidos, sencillos y contagiosos. Pero, después de minuto y medio de silencio, en el track 33 se esconde una brillante versión de "I Feel You", uno de los últimos hits de Depeche Mode. Al cantante de Catupecu le encanta la banda que en los 80 popularizó la música basada en máquinas y teclados, y su pequeño homenaje le salió de maravillas.

Cuentos decapitados es el disco que debería enterrar la etiqueta de PROMESA que se le adosó a la banda hace algunos años. Hoy, Catupecu es realidad y capitaliza su rock de bases al frente y guitarra metálica. No faltan las estrofas con ritmos saltarines, pero también hay espacio para melodías dulces, apoyadas en delicados acordes. Una vez que tremina el álbum, me muestran una foto impresionante que luego será parte del arte de tapa: una luna lejana se refleja sobre un mar llamativamente calmo, mientras un rayo furioso clava sus raíces en el agua. "La sacó una amiga nuestra", me cuenta Fernando. "¿Te acordás de ese día que en Mar del Plata hubo un temporal que inundó las calles y dejó varios autos dados vuelta? Un rato antes de que se largara, estábamos tocando en la playa. Nuestra amiga se la vio venir y se ubicó entre unas piedras, esperando el momento justo. ¡Lo logró!"

Aquel temporal parece un capítulo más en la historia de desastres naturales de Catupecu. En casi todos sus shows, los saltos descontrolados de Fernando y los pisotones furibundos de Gabriel hicieron venirse abajo a más de un escenario.

La casa de los Ruiz Díaz está en pleno barrio de Villa Luro, centro del universo catupequense; pero el corazón del grupo reside a media cuadra, en la sala de ensayo, vivienda que la familia habitó hasta 1990. Fernando improvisa el papel de guía de museo y me describe las habitaciones: "Esta, que es la sala de ensayo, era el living. En ese rincón donde está la batería teníamos el televisor. Ahí, donde ves la cabina, era el dormitorio que compartía con mi hermano". Afuera están el patio y la sala de diseño que alguna vez fue cocina; frente a una PC cranea Quique Ibarra, un íntimo del trío, que se encarga de todo lo relativo al arte gráfico y escénico de Catupecu Machu. Desde el primer volante hasta la puesta del último recital.

Gabriel Ruiz Díaz, con sus 25 años, es el cerebro del grupo. Además de participar en la composición de todas las canciones, fue el productor de los tres discos de la banda, y algunos allegados aseguran que tiene oído absoluto. El tipo posee un carácter tranquilo, y sólo parece desatarse cuando se sube al escenario enfundado en unos gigantescos pantalones de jean. Comenzó sus investigaciones sonoras cuando tenía 15 años: capturaba aquellos viejos grabadores portátiles chatos que no funcionaban del todo bien y los desarmaba para arreglarlos ("Creo que de todos arreglé uno sólo", reconoce). Cuando terminó el secundario, con pocas ideas claras sobre su futuro, se compró la Guía del estudiante con la esperanza de encontrar una carrera seductora. Pero nada. Un par de años antes había empezado a tocar la guitarra, junto a unos amigos del barrio: "Fue en una bandita que ni siquiera tenía nombre, y sólo tocábamos covers. En una de esas pocas presentaciones, la mirada de un pibe que estaba sentado en una mesa de adelante me mató. Ese chico estaba encantado. Fue entonces cuando me puse en la cabeza que lo que yo tenía que hacer era darle música al mundo. Cuando nuestra familia se mudó, hablé con mi viejo, que ya tenía pensado vender esta casa vacía, y le planteé el tema de la sala. Ya me había pasado de la guitarra al bajo y estaba tocando con un grupo que se llamaba Brixton Crenchi". Para darle una mayor seriedad al proyecto, Gabriel se anotó en un curso de técnico de sonido que se dictaba en el instituto La Escuelita, al que asistió junto a su hermano, "pero él se quedaba dormido en las clases". El curso estaba a cargo de Gustavo Bilbao, hoy el hombre orquesta de Catupecu que se sube al escenario junto al trío para disparar sonidos, tocar teclados, meter coros o apoyar con una segunda guitarra. El maestro, seducido por el alumno. Con la venia paterna, la sala comenzó a tomar forma a partir de 1993, y en abril del año siguiente los hermanos Ruiz Díaz formaron Catupecu Machu. Al principio tenían otro baterista, y Miguel Sosa era sólo un vecino que alquilaba la sala para ensayar con su grupo punk. "Para mí, ellos eran los pibes de la sala. Nada más. Cuando empezaron a dar recitales, yo tenía 12 años; los podía ir a ver porque me llevaban, me traían y en mi casa los conocían. Además, me encantaban. Estuve desde el segundo show de Catupecu." Y un día le preguntaron si no querría tocar con ellos.

Los tres Catupecu Machu tienen todas las características de muchachos de barrio, pero asociar esa palabra con su música los asusta y los pone a la defensiva. "Se confunde la cultura del rock barrial con la birra y el faso, y la verdad es que eso mucho no nos cabe", intenta analizar Fernando y se posesiona como cuando está en escena. Quiere explicar su idea sobre el asunto, pero le salen todas las palabras de golpe. Lo concreto es que el trío se aparta bastante de los modelos de rock conocidos. Ninguno de los tres consume drogas, ni se apasiona por un club de fútbol. Y tanto como su música expresa una identidad muy propia y particular, así resultan también sus procederes dentro del ambiente: casi nunca fueron soportes de algún grupo más popular, ni suelen invitar ahora a bandas más chicas. Lejos del egoísmo, prefieren concentrar las energías únicamente en su banda.

Tampoco hacen bises. "No me gusta", dice Fernando. "Me parece una de las cosas más hipócritas del rock. Nosotros dejamos todo en el escenario durante el tiempo que dure el concierto. Eso de irte y esperar que la gente te aplauda y te pida que vuelvas... me parece una careteada."

- ¿No quieren ser parte de la escena del rock?

FERNANDO RUIZ DIAZ: Cuando nos metimos en esto del rock, pensamos que todos los demás vivían las cosas como las vivíamos nosotros. Después nos dimos cuenta de que no; de que cada grupo es un universo y que está bien que sea así. Además, a nosotros nunca nos interesó un carajo ser parte de ninguna comunidad rockera.

ABRIL: Nosotros no somos A.N.I.M.A.L., que querían ser amigos de todos.

- ¿No tienen amigos en el ambiente?

GABRIEL RUIZ DIAZ: Hay dos situaciones: una es la relación que puedas tener con la gente en calidad de músico o artista, y otra es si hablás como persona. Y, como personas, por lo general hablamos con todos y está todo bien. Lo que a veces nos choca es que, hablando con músicos, de golpe te dicen: "Si estamos todos en lo mismo...", y yo creo que no estamos en la misma que ellos.

- ¿Por qué?

GABRIEL: Porque nos movemos distinto y nuestras actitudes, por lo general, son otras.

Catupecu Machu es un grupo muy seguro de sus convicciones y muy crítico para con el entorno artístico que lo rodea. Durante su breve set de seis temas para la presentación del disco ante la prensa, Fernando despotricó, con una sonrisa, contra la mediocridad general que, según él, se apoderó del rock en la ciudad. Días más tarde, en la intimidad de la sala de ensayo, se pone serio, como pocas veces, y completa la idea.

FERNANDO: No digo que no haya rock, sino que realmente no pasa nada nuevo. La otra vez vi una nota de los Caballeros de la Quema en la tele, y como tantos otros, no veo que tengan algo más detrás; los artistas que a mí me gustan siento que algo tienen: arrogancia, originalidad, actitud, lo que sea. Al menos algo. Siento que la mayoría de los grupos lo único que tienen es lo que está a la vista.

ABRIL: Hay mediocridad en el concepto de no transgredir, de no buscarle la vuelta, algo que está implícito en el concepto del rock...

GABRIEL: Y otra cosa que yo no entiendo es... ¿no se aburren?

- ¿No ven ningún artista que esté buscando algo distinto?

GABRIEL: Los tipos que más o menos vienen haciendo algo interesante son Divididos y Cerati. ¡Una locura! ¿Hace cuánto tiempo que están dando vueltas? ¿Cómo puede ser que no surja un pibe de 20 años que se diga a sí mismo "necesito algo más"?

- ¿Por qué será?

GABRIEL: Supongo que es el típico movimiento cíclico que hace que después de una época prolífica llegue la decadencia. En el 95 había unas cuantas bandas, el nuevo rock, pero después todo eso quedó en la nada. En los últimos años se establecieron grupos como La Renga, que es más un fenómeno social que arístico...

Fernando Ruiz Díaz es un tipo que a sus 31 años no parece conocer el cansancio. Sus borceguíes intimidan. Siempre está en movimiento. Es un atolondrado del diálogo. Habla en tono muy fuerte y gesticula como un molino desvencijado; las conversaciones que cuentan con su presencia lo revelan como una máquina de interrumpir. Hace un tiempo que está en pareja con una chica que cada tanto hace avisos publicitarios y durante un año fue VJ de MuchMusic. "Ahora que estoy de novio, es otra cosa, pero antes era un bardo." Una de sus pasiones es disfrutar de buenos vinos, por eso en su habitación nunca falta un par de botellas que descansa en un bonito mueble de metal. Sobre un costado cuelga la acreditación del día en que fueron soportes de Metallica, una de sus pruebas más duras. "Cuando estábamos por salir nos advirtieron que nos iban a tirar de todo, encendedores, latitas... Con el primer tema los dejamos mudos y al final nos fuimos aplaudidos."

La primera banda a la que Fernando siguió seriamente en calidad de fan fue los Ratones Paranoicos. "Me enteré de ellos por una declaración de Guillermo Vilas: dijo que eran la mejor banda argentina. Todavía no habían grabado su primer disco. Con un grupo de amigos del barrio los íbamos a ver a todos lados, porque el de los Ratones era uno de los shows de rock más al mango de ese entonces. Hasta hacían un par de covers punk. No existía la terminología del mosh, ni del stage diving, pero juntábamos las manos y siempre a alguno lo lanzábamos al escenario; ya estaba todo medio sobreentendido, entonces aparecía uno del costado y lo bajaba sin problemas. Un fin de semana queríamos salir y los Ratones no tocaban, así que decidimos ir al Bambalinas porque tocaban los Redondos, a los que ya habíamos visto en el Parakultural. Pero el público era mucho más tranquilo que el de los Ratones; más culto y de gente más grande. Nosotros, con todo el código de los Ratones, armamos pogo y en un momento me subí al escenario. Uno de los pibes de seguridad, que no estaba acostumbrado, no entendió nada y me dio un empujón tal que caí y me rompí la cabeza. En pleno éxtasis me subí de vuelta y, cuando venía otra vez el de seguridad, el Indio lo paró y se puso a bailar conmigo. Fue algo increíble, no me lo olvido más."

El escenario del Roxy, en los Arcos del Sol, tiene como techo improvisado parte de un puente del ferrocarril Belgrano. A eso de las 23.30 de un sábado, mientras por ese puente pasa un tren, sobre las tablas del lugar se asoma otra formación de similar potencia. Entre ruidos de acoples y gritos anónimos, Catupecu Machu da inicio a su segundo show en Buenos Aires en lo que va del año. Aparece Fernando, engominado como en el videoclip de difusión y con una remera a rayas.

- ¡Buenas noches, señores pasajeros!

A partir de entonces, la desbocada suelta de adrenalina que provoca el trío en cada una de sus presentaciones se extiende por un poco más de una hora. Desde el fondo, Abril empuja a puro golpe; a la derecha, Gabriel sostiene el ritmo y, trepado a los monitores, Fernando no cesa de arengar a la gente.

- ¡¡Che, parece que están dormidos..!!

Los días en que la banda tiene que tocar en vivo resultan muy particulares. Gabriel realiza un ritual interno que se debate entre una procesión interior y asegurarse que todos los sonidos que van a disparar las cajas de los costados del escenario sean tal como los tiene en su cabeza. A Abril, en las primeras épocas le gustaba salir a caminar entre la gente que esperaba el show. Hoy, ante la popularidad que crece, disfruta de ese momento de otra manera. Lo tomo como un período de tiempo que no existe", dice. "La tranquilidad con la que sobrellevo esas horas previas se relaciona con el hecho de que para mí es un tiempo medio perdido: no puedo hacer otra cosa que estar esperando para salir a tocar. Durante ese día no me interesa nada, ningún tipo de noticia. Recién vuelvo a un estado normal cuando terminamos el show... y no del todo." el más problemático de los tres es Fernando. Por lo general está hecho un manojo de nervios: camina de acá para allá, y durante toda la jornada no prueba bocado. "En la época en que tocábamos en Heaven & Hell [hace 5 años], antes de salir a tocar me iba al baño a vomitar. No lo podía evitar, por más que no hubiera comido nada al mediodía. Ahora, en un día de show, a lo sumo como una banana, si es que como algo. Y se me transformó en una rutina, porque las arcadas me suelen agarrar igual." Lo que no falta nunca es un termo a base de té de jengibre que el mayor de los Ruiz Díaz toma en un enorme vaso azul que lleva a todos lados. El té es una recomendación de Ricardo Mollo, uno de los pocos músicos con los que el trío mantiene una buena relación.

Fue en Heaven & Hell, un desaparecido local que se encontraba a menos de veinte metros del Sanatorio Güemes, donde el grupo comenzó a ver los frutos de la descarga de energía de sus shows. "En ese lugar tocamos durante todo 1995", dice Fernando. "Al principio era una vez por mes, y al final, dos veces por mes. El último recital fue el 31 de diciembre; ese día fue el debut de Miguel. Nos iba bastante bien. En el verano siguiente nos fuimos de gira por la costa. Cargamos las cosas en un par de autos, sin ningún tipo de plan previo. Finalmente armamos nueve shows en Gesell; rompimos todo. Fue increíble. En una de esas presentaciones en la avenida 3 se juntaron más de mil personas. Volvimos con una energía impresionante. Cuando regresamos a Heaven & Hell, el local se llenó con 300 personas y quedaron 50 afuera. A partir de ahí fue la escalada: Dr. Jekyll, Cemento, el acercamiento de las compañías discográficas..." Sin embargo, tuvo que pasar más tiempo: Cuentos Decapitados es el primer álbum que grabaron para una multinacional, como parte de un contrato que exige tres discos más. Los dos primeros, Dale! y A morir, fueron editados por su propio sello, Mueve!, y ya llevan vendidas más de 30 mil copias. Hoy, la banda llena Cemento a su antojo y tanto ellos como la compañía apuestan a que éste sea el disco que los dispare a mayores niveles de audiencia. El pasado ya no importa. Porque, como dice Fernando, "a mí me gustan los recuerdos de pasado mañana".

Y allá va, como una fiera hambrienta.

por Miguel Mora

revista "rolling stone"

noviembre 2000

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